sábado, julio 31, 2004
El pedigüeño de libros
El gato.
Ven, bello gato, ven, amansa mis enojos,
por un momento esconde las uñas de tu pata
y deja que me hunda en tus bellos ojos
mezcla de metal y de ágata.
Cuando mi mano acaricia
tu lomo elástico y tu cabeza,
y siente la profunda delicia
que hay en tu eléctrica pereza,
a mi amante parece que aguardo.
Su mirar es, ¡oh bestia amada!,
profundo y frío como un dardo.
Y desde la cabeza a los pies
un aire sutil ella es,
una nocturna enjcrucijada.
Charles Baudelaire en "Spleen e ideal" XXXIV, libro primero, por así decir, de "Les fleurs du mal" (1857). Admirador de los para él, misteriosos y seráficos gatos, Baudelaire vuelve a ellos en LI y LXVI del mismo libro. Autor triste y cansino, decadente y parnasiano, enfermizo y sin embargo formalmente exquisito, atina definitivamente con el titulo, puesto que "spleen" viene a dar significado a la melancolía irredenta y al tedio de la vida. Con todo, "Las flores del mal" es un libro, para mi presurrealista, lleno de imágenes con una tensión desbordante. Una celebración -sin la manía repetitiva de otros poetas- depurada del estilo...
RECORDANDO UN CLASICO DE LA BIBLIOFILIA:
Menciono arriba a un gato porque con el mío estoy. Solos y llenos de polvo los dos, con ese entendimiento oblicuo que nos une y caracteriza. Acabo de sacarle del transportin (Don Gato nunca se queda solo en casa, es de la familia y con ella viaja) en el que le he traído, y, enfurruñado, me trata como a un apestado. Ya se le pasara. Estamos en cuarto umbrío en el que el polvo hace equilibrios sobre los rayos de sol que la distancia difumina. Yo, desprecinto cajas a la caza de un índice de consulta de los catálogos de los bibliofilos Salvá y Heredia. Don Gato, mucho más avisado que yo, enreda con los cordeles que voy apartando o se introduce, sin pudor y con alborozo y ganas de joder, en las cajas que abro para husmearlo todo. No se si encontrare lo que busco antes de cansarme y dejarlo. Para esta posada lo mismo da, que, en tanto doy golletazo a la segunda parte sobre Troya que os he prometido, voy a poneros, a la par que me zampo unos bocadillos y me tomo unas cervezas, el contenido de un opúsculo que he encontrado.
Salud y a disfrutarlo:
El pedigüeño de libros
(Pesadilla al estilo de Goya)
Periit fides et ablata
est de ore eorun.
JEREMIAS VII
Oh el cargante personaje, el triste perfil, el insecto fantástico que tenemos que bosquejar! Azote del literato, parásito del librero y del artista, demonio encarnizado del bibliófilo, pretendiente vil y rastreo. Tartufo meloso y bribón, verdadera plaga de Egipto, el pedigüeño de libros se desliza por todas partes, violenta las puertas mejor cerradas, parece poseer el terrible don de la ubicuidad y, como un espectro de antiguas leyendas, aparece, importuna y aterra.
Prendámosle sólidamente con alfileres sobre un trozo de corcho, y procuremos analizar este monstruo así clavado en la picota.
¿De dónde viene? Nadie lo sabe. Muchas veces es un hombre fracasado, que después de matar sus ilusiones en los ángulos más duros de la realidad, se despertó un día en su horrorosa encarnación de literato mendicante. Escritor desengañado o poeta de mala fortuna, su juventud, como restos de la medianía, fue un poco traqueteada en todos los bajos fondos de la bohemia; el éxito le sonrió falsamente en sus primeros pasos, la Gloria fue una mojigata con él; no cosechó más que terribles ortigas en el camino literario. Entonces, no sintiéndose con fuerza para luchar, con las manos llenas de sangre, las uñas gastadas y el corazón lleno de hiel, sintiendo todavia en el alma las huellas de la Belleza, juró vengarse y, no pudiendo llegar a ser amo, se hizo criado.
¡Qué bien discurrió su venganza! ¡Con qué sentido depravado y con qué refinamiento de crueldad maduró el plan! A la sociedad que se manifestó como una mala madre con él, la hostigará sin cesar hasta hacerla restituir por fuerza lo que le quitó; si los hombres de talento cogieron su sitio al sol, él mendigará sus obras; si los libreros no admitieron sus volúmenes, ya les despojará de los libros de los demás; en resumen, que era un cordero y ahora será un gato con uñas enguantadas. Si no supo hacerse valer como artista, será el amigo de los artistas, y cada uno de ellos llegará a ser su Mecenas.
Para conseguir su propósito, ¡qué bien ha estudiado a los hombres el pérfido! Disimula sus amarguras bajo las apariencias más hipócritas; sabiendo que nada resiste a la adulación, es la adulación la que ha llegado a ser su arma y con qué habilidad se aprovecha de ella. Si escribe para mendigar, sabe servirse con un tacto extraordinario del «Querido Maestro», «Excelente compañero», «Ilustre colega» y «Bibliófilo erudito»; dice que está ligado a algunas revistas de provincias bien desconocidas, y se proclama, en todo y sobre todo, fanático de la Belleza, entonando el elogio del destinatario de su carta.
Su estilo es una maravilla. El abominable adulador ha compuesto, para su uso particular, una paleta refulgente de adjetivos almibarados, emolientes, untuosos, bien saturados de perfumes. Los tonos más finos, los más ardientes, los más seductores están graduados con una ciencia y una armonia en las alabanzas rastreras, que no puede uno dejar de admirar. Después de haber colocado un sustantivo referente a su objetivo, parece guiar la pluma sobre su paleta a la rebusca de un epiteto bien sentido, y extrae de su gama vocablos halagadores y mimosos, un «divino», un «admirable», un «sublime», un «erudito», un «sapientisimo», cuyo efecto sensible y persuasivo es infalifle.
Sus cartas son obras maestras de emoción y de simpatía; todo está apuntalado, combinado y sostenido por un sentimiento tan bien repintado que nadie puede resistírsele.
El Don Juan del Molière no puso nunca tanto interés por la familia del señor Dimanche como el pedigüeño de libros lo pone de manifiesto para el éxito sobre su víctima. El autor o el editor ya no saben decir que no ...
«Y el zorro ha vuelto a engañar al cuervo».
¡ Que táctica en sus visitas! Ha evaluado el «modus vivendi» del que quiere aprovecharse; conoce su vida hora por hora, minuto por minuto, y mejor que el portero de la casa. ¿Que le niegan la entrada? Vuelve tres veces, cinco veces, diez veces, si es preciso; sus pretensiones son inflexibles como el Destino. Al saltar de la cama, o, más bien, en el momento en que la digestión nos vuelve indulgentes y tratables, es cuando sabe impresionar a la gente. Vedle: LLama discretamente, da su nombre, manifiesta sus escasas cualidades y se adelanta con la mano extendida y pronta a cordiales presiones; el rostro está cariñosamente iluminado por una suave solicitud, la mirada es admirativa, los labios sonrientes modulan el « Querido Maestro» obligatorio; espera un asiento, y ya la pesadilla acaba de elegir domicilio en casa del paciente. La petición va a principar. ¡Ah, el horrible Proteo! Cómo sabe envolver, pasar de lo serio a lo suave, de lo divertido a lo severo. Sua res agitur! ¡Qué diluvio de entusiasmo derrama sobre el dueño y su talento, sus libros y su buen gusto!. Aunque estuviera en una buhardilla ensalzaría todos los muebles; está obligado a extasiarse por un silla de paja, y tiene alabanzas de todas clases; es un farsante consumado.
A la menor palabra que roza el ingenio se asombra como Armande, Belise y Philaminte a la vez, con la audición de los versos de Trissotin... El mismo es un Trissotin, un asqueroso Trissotin... un Trissotin y un Bazile a un tiempo.
¡Qué fuerza de imaginación la que despliega! Cita las mas raras ediciones, habla con ternura de las obras maestras del arte tipográfico, derrama lágrimas de cocodrilo por los infortunios de nuestras Bibliotecas públicas; en una palabra, habla de todo y sobre todo, hasta se atreve a hablar de su buena suerte en los muelles...(1), ¡de su buena suerte..., él, el patán! Y vuelve al fin, con hábiles circunloquios, al libro que implora.
No puede estarse quieto. Le es preciso, cueste lo que cueste, calmar el corazón que late apresuradamente en alabanzas disolventes.
«Ah, permítame ustéd, ¿qué veo allí en el estante de su biblioteca, Dios mio! ¡Qué joya tan encantadora!»
Y hele aquí de pie, que examina, escudriña y pasa con cariño sus manos por estos libros que codicia y que robaría si pudiera.
¡Oh, el volumen rarísimo, la admirable encuadernación! ¡Qué magnifico retrato! Estas rarezas -exclama con pasión- han debido costarle, querido señor, muchas pesquisas y mucho trabajo. Y le ha sido necesario un buen gusto y unos conocimientos asombrosos para colecccionar semejantes maravillas.
No agota sus palabras lisonjeras y lanza su último golpe, pero también el propietario se da importancia, cabecea y muestra un agradable gesto. Su generosidad va a desplegarse. ¿Es que la roca ya vacilantre va a ceder al fin?
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Cuando sale provisto de su presa , parece tan altivo, tan radiante, tan alegre, que nos entran deseos de perdonarle.
Es uno de los amantes del libro, pero un amante brutal y casi criminal, que viola lo que ama sin esperar que lo que ama se entregue a él; es vil y despreciable cuando debería estar orgulloso y llevar alta la frente como todo verdadero bibliófilo. En una palabra, mendiga cuando debiera esperar, y bastante a manudo, por desgracia, la miseria le acecha al paso para quitarle todos sus libros uno a uno al liquidarlos a bajo precio.
¡Qué arrastrada existencia la de este desdichado! Criado de todos, pordiosea en las librerías como los pobres a la puerta de los grandes restaurantes, oculta las uñas cuando quiere arañar, se humilla ante los jóvenes aunque quizá empiece a tener canas, y verdadero judio errante a la caza de todas las novedades, no conoce el cansancio y se presenta por todas partes, anda sin cesar y parece inmortal, ya que los hombres de talento le han encontrado como un fantasma viviente en todas las etapas de su gloria.
Bibliófilos, hermanos nuestros, no digáis que esto es inverosímil. El original existe y tirado, por desgracia, en ediciones demasiado numerosas. Mirad en torno vuestro al margen de la vida; le veréis cumpliendo su sacerdocio con más rabia que pasión. Mirad ese señor atareado que corre no se sabe adónde; sus bolsillos abiertos están atiborrados como la cesta de una criada y contienen todo un mundo: Libros, aguafuertes, grabados, fotografias. No es un bibliómano, es el «Hombre rojo» de los bibliófilos, es el pedigüeño de libros que pasa.
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Un detalle para terminar este esbozo trazado a la ligera: El pedigüeño de libros, cuando consigue que le editen un volumen, sabe las bajezas que le han costado los de los demás... Y no da ninguno a nadie.
(1) N. del T.- El autor se refiere a los muelles del Sena, en París, donde hay innumerables puestos de libros.
OCTAVE UZANNE.
Traducción de Ramón García-Diego.
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