jueves, abril 22, 2004
Homenaje al libro
Padre Nuestro por los que no leen:
Por los que yacen en la ignorancia
y a la desdicha viven sujetos;
por los que siempre, desde la infancia,
son infelices analfabetos;
por los que cruzan por esta vida
sin un buen libro que les consuele;
por los que llevan el alma herida
de la injusticia que tanto duele,
y nunca hubieron en la lectura
blando refugio, noble maestro...
No saben nada, lo ignoran todo;
van como ciegos, y, en su jornada,
hollan lo mismo, flores que lodo.
Nada aprendieron, no saben nada,
ni la grandeza del firmamento,
ni lo infinito del mar gigante,
ni las conquistas del pensamiento
dan a sus almas ritmo pujante.
Son más que ciegos; su desventura
tiene amargores de pesadumbre.
Dales la Biblia que es lo divino
y al padre Homero, que es sobrehumano;
y a Tomás Kempis, que es el camino
del que, doliente, quiere ser sano.
Dales la gloria, panal de ciencia
de las Moradas, rosas fragantes;
dales la risa, luz y experiencia,
que en el Quijote puso Cervantes.
Marcos Rafael Blanco-Belmonte.
Cirdanesco homenaje al libro en donde se habla de grandes y no secretos amores por los libros y se demuestra que estos no son solo letra.
A veces, cuando el trabajo me da un respiro, sufro un puntazo esquizoide, entro en tromba en el trastero y me pongo a escrutar libros. No es el mío un escrutinio rastacueril de literarios prejuicios como aquel que, cura y barbero, efectuaron en la onerosa - para él y su peculio, claro - biblioteca de N.S. Alonso Quijano. Aunque como se deja ver, pájaros de manga ancha a la hora de coger este o aquel volumen, encastrárselo bajo el brazo y salir zumbando cada uno para su casa a fin de disfrutarlo después de una jarra de vino y un lebrato, los estudiados examinadores manchegos, al fin y al cabo, conspicuos cofrades de "N.ª S.ª de los Libros son un Vicio", difícilmente hubieran tenido una opción más sensata. Ignoraban, claro esta, que todas aquellas fantasías caballeriles puestas en letra impresa y que su amigo, el hidalgo, devoraba como en trance religioso, no eran sino que, la chispa de una Epifanía feliz y numinosa. Y esto porque Quijano, a costa del terruño heredado y de un centón de velas acabadas, estaba reinventandose a si mismo para asumir la categoría de paladín de la raza. Pues, Don Quijote, hijo y nieto de dislates ajenos, no salió a campo abierto para alancear molinos ni probar las engañosas hechuras de hechiceras y magos. Don Quijote, salió a inventar al español moderno, que aun no existía. Nada menos.
Viven mis libros del trastero en un desorden libre y tranquilo, y es mi ocasional escrutinio acritico, más benevolente que razonable. Si el polvo es la barba de los libros, los míos la lucen sinaítica y fiera. Entonces, amoroso les afeito y reordeno. No son libros peores o mejores que los que con aparente preeminencia se amontonan en las estanterías de mi cuarto; son libros, digámoslo así, sometidos a una cura de reposo. Según pinten mis intereses del momento, algunos pueden pasar de la oscuridad a la luz, del zaquizami al palacio. Otros ocuparán su lugar ignoto pero confortable. Supongo que todos los que tengáis la suerte o la desgracia de atesorar libros, entenderéis este continuo rotar que, en cierto modo, delata nuestro camino existencial.
Lo cual que pasaba la navaja sobre el rugoso rostro de un volumen de la "BIBLIOGRAFÍA HISPANO-LATINA CLÁSICA" de Menéndez Pelayo, cuando entre unas páginas dedicadas a Marcial, topé con un opúsculo con el discurso sobre EL LIBRO Y EL LIBRERO que el Dr. Marañón pronunciara, en homenaje que le rindieran los libreros madrileños, allá por 1952. Estamos en vísperas del Día del Libro, así que, pareciéndome el hallazgo providencial, me he permitido poneroslo más abajo. Por si algo en él os chirría inconvenientemente, haceos cuenta del año en que publicamente fue pronunciado, que el autor, al final de la dictadura de Primo de Rivera fue fundador, junto con Ortega y Gasset y Pérez de Ayala de la Agrupación al Servicio de la República, a más que, durante la guerra civil, estuvo en Francia y América expatriado.
Desconozco si a Marañón se le lee hoy poco, mucho o nada. En realidad, de su pluma solo he leído, al completo, el absolutorio "Ensayo biológico sobre Enrique IV de Castilla y su tiempo", sesudo y pormenorizado tratado clínico de este monarca, en el que sostiene la tesis de que Enrique era un esquizoide y un tímido sexual, pero, pese a quién pese, capacitado para la procreación, y que doña Juana, la reina, fue menos mala de lo que los cronistas contemporáneos apuntan. Para Marañón, la infanta Juana tuvo muchas probabilidades de ser hija legítima de Enrique IV, aunque ella y los monarcas fueran víctimas de una de las primeras campañas de mala imagen de la historia. Dicho de otro modo: Enrique era marica pero no impotente.
Con todo, en bastantes de las obras foráneas multidisciplinarias que yo he leído, Ortega, Unamuno y Marañón son los españoles más citados. Algo tendrán, se me ocurre a mi.
Venga, a lo prometido. Marañón al aparato:
HOMENAJE AL LIBRO.
Esta fiesta que periodicamente organizan nuestros amigos los libreros y que dedican, de tiempo en tiempo, a un escritor, no es homenaje al escritor elegido, entiéndase bien, sino homenaje al libro.
El escritor que se sienta en la presidencia, es sólo un ponente del homenaje al libro; o si queréis, en pequeño, el mantenedor de unos Juegos Florales dedicados al libro; Juegos Florales no pomposos, sin Corte de Amor y, además, breves: porque donde el libro esté, nos sobra lo superfluo y la retórica se tiñe de inevitable discreción.
Así, pues, voy a dedicar un sucinto elogio al libro, que como invisible reina de la fiesta nos preside. pero también, y antes, al librero.
ELOGIO DE LA GENTE DEL LIBRO.
Es cierto que este último, el elogio del autor al librero, no es cosa frecuente. Todos sabéis que hay una gran antología de invectivas a los libreros, entre las que figuran las que por boca del Licenciado Vidriera les dedicó Cervantes. Se me dirá que entonces se llamaba librero al editor y hoy no son la misma cosa. Pero yo también extiendo mi amor y mi elogio, al editor. Todo lo que rodea al libro está impregnado, aun cuando no sea perfecto, de un aliento de distinción y de superioridad. Hay en el mundo de la creación del libro, claro es, gentes mejores y gentes no tan buenas. Gentes protervas, nunca. Todas ellas respiran un aire de comprensiva fraternidad, desde el cajista hasta el corrector, hasta cuando en éste se adivina la alegría al poder marcar con su lápiz una falta nuestra, alegría especial si el autor pertenece a la Real Academia de la Lengua. Desde el editor hasta el librero, reina también el mismo espíritu tradicional de amable artesanía. Y, con ellos, el autor. Todos, buenos o medianos, estamos empeñados en esa labor de crear el libro, al cual debe la Humanidad el noventa por cierto -no rebajo nada- el noventa por ciento de su progreso material y moral. Todos tenemos satisfacciones y amigos en sectores diversos de la vida, en nuestra profesión, en el mundo de nuestras diversiones y devaneos. Pero las gentes del arte gráfica son aparte; casi siempre mejores y más cordiales que los demás.
ENVIDIA Y ALABANZA DEL LIBRERO.
Y, particularmente, el librero. ¿Quién no ha sentido alguna vez la más noble y profunda envidia, en la tienda de un librero? Hablo sobre todo del librero por vocación, el que ha hecho de su tienda una biblioteca, o la tienda de su biblioteca y vive entre los estantes, valorando amorosamente cada volumen y cuidándolo como a los hijos de sus entrañas. ¿Cómo, queriéndolos así, no va a pedir por sus libros todo el dinero que pueda? Aquí hay muchos libreros que han tenido trato conmigo, que conocen mis aficiones y las excitan con sus capciosas ofertas; y me han visto entrar en su tienda y serenar mis afanes con sólo acariciar los libros codiciados. Estoy seguro de que ni uno solo podrá decir que he discutido jamás el precio del volumen que deseaba, porque siempre, ese precio, me parecía poco, pensando en la tristeza que tendría su dueño al desprenderse del ejemplar y en la alegría con que yo lo yomaba entre mis manos trémulas.
El librero, piensa uno, es el prototipo de la felicidad. Pertenece a una de las raras categorías de mortales en los que la divina maldición de ganar el pan con esfuerzo y sudor, se ha convertido en fruición. Hasta la emigración de sus amados libros está compensada con el consuelo de saber que su futuro destino será, probablemente, egregio, instruyendo o deleitando a gentes desconocidas y reposando, acaso, en los Palacios más insignes. Escrito está en un periódico de los Estados Unidos, en un interviú que tuvieron la ocurrencia de hacerme, que, al preguntarme el periodista lo que yo hubiera querido ser, de no haber sido médico, contesté sin vacilar: librero, librero de libros raros. Oficio que tiene todas las delicadezas de una elevada artesanía y todas las complicaciones de una finísima ciencia. Sin contar con otras ventajas de orden material, como el pasaporte para entrar donde los demás no entran, pues el librero es recibido en los palacios con dignidad de excepción; sin contar con la ausencia de afanes angustiosos del librero, porque el ímpetu de la vida pasa ante su tienda y la respeta; sin contar, en fin, con el disfrute permanente de ese misterioso influjo que emana de los libros y constituye una de las más eficaces salvaguardias para la salud. Las estadísticas de las grandes Compañías de Seguros, en América, colocan al gremio de los libreros a la cabeza de las listas de longevidad. Eso del polvo de los siglos no es una figura retórica; existe y se sospecha hoy que ese polvo sagrado que el tiempo deposita sobre los volúmenes, al contacto de otros efluvios que emanan de sus hojas, da lugar, por reacciones ignoradas, a una como penicilina, de sutilísima acción, que defiende al organismo del librero de los peligros, de la vida sedentaria, de la falta de luz, del humo del tabaco; y le permite una milagrosa pervivencia.
Pero aunque el librero no fuera tan excelente como es, aunque, en verdad, algunas veces no sea como yo le he pintado, todo se le perdonaría por el hecho de poner su ingenio y su esfuerzo, y si es preciso sus mañas, en la difusión de la obra maestra del genio humano, es decir, del libro.
NO HAY LIBRO MALO.
Del libro se han dicho ya todos los elogios y a mi corta inventiva no le queda nada que añadir; pero, a trueque de repetir lo que, mejor que yo, han dicho los demás, reflexionemos unos minutos sobre lo que es y sobre lo que representa el libro.
Yo suscribo, ante todo, la sentencia de Plinio, popularizada entre nosotros por Cervantes, de que no hay libro malo que no tenga algo bueno. Pero voy más allá: yo diría que enteramente malo no hay libro ninguno. Por lo menos yo no les he encontrado, a pesar de mi voracidad de lector. Cierto que los gobiernos y los moralistas tienen que hacer uso, a veces, del índice prohibitivo y de la censura; pero se trata siempre de medidas transitorias, encaminadas a devover la salud de la agitada Humanidad. El que el médico prohiba a un paciente los dulces o el roast-beef, no quiere decir que estos alimentos sean malos sino que hay personas a quienes les hacen mal. Pero muchas veces cuando los médicos obramos así, cuando imitamos a Tirteafuera nos equivocamos; y la censura que imita a los médicos gangosos, se equivoca también. Porque los libros no se escriben para los enfermos sino para los sanos, para la ancha y eficaz Humanidad creadora de la civilización que todo lo digiere y lo aprovecha. El libro vence siempre al recelo de los puritanos. Y así, cuando, por ejemplo, releemos hoy los indices inquisitoriales de hace tres siglos, nos llena de ternura el pensar que aquellos libros que se creyeron malignos no lo eran casi nunca, y que hoy podemos leerlos, y hasta en los conventos se leen con la conciencia en paz; y los leemos con un amor redoblado, en el que hay mucho de desagravio y de contrición.
EL TIEMPO SUBVERSIVO CREA EL LIBRO SUBVERSIVO.
El libro verdaderamente disolvente e inmoral, el libro fundamentalmente impío, no ha sido nunca invención creada para perturbar a la sociedad en que brotó. Han sido siempre, por el contrario, producto de los males de esa sociedad, expresión de un estado anormal o subversivo, que cuanda alcanza una determinada densidad, cristaliza en muchas cosas y, entre ellas, en el libro. El libro malo es siempre un epílogo de la maldad colectiva y nunca su creador. Es muy cómodo, al crítico o al moralista, decir que la culpa de lo que pasa es de los libros. Éste es el consabido criterio de tomar el rábano por las hojas, que en el fondo significa un modo de eludir la propia responsabilidad. Sería muy fácil, si no estuviéramos celebrando, de sobremesa, unos breves Juegos Florales, demostrar a los que encuentren atrevida o inexacta esta opinión mía, que cada libro que ha podido ser tachado de malo, se limitaba a recoger un estado de opinión cuya responsabilidad databa de mucho antes de que el autor naciera. Hay libros que parece que han hecho una revolución, una revolución mala -yo no admito que ninguna sea buena-; pero, aun en estos casos, se trata de un simple espejismo, comparable al de creer que las batallas las gana el que agita en el aire la bandera. Podrá el abanderado encender el fervor del combatiente; pero no es él, el que ha creado el fervor. Y cuando el fervor pasa, la bandera ya no es capaz de ganar batallas. Lo mismo les pasa a los libros reputados de perturbadores.
Es más, el libro es, en las horas de calentura pública, lo que los médicos llamamos un absceso de fijación, es decir, una enfermedad localizada que atenúa la general. El libro sistematiza y da estructura doctrinal a las pasiones, incluso a la mala pasión. Y la naturaliza y aniquila; porque la pasión muere siempre por el pensamiento.
LA MALICIA DEL QUE ESCUCHA.
Dice un proverbio chino que la malicia no está en lo que se dice, sino en lo que se escucha. La malicia está en el ojo que ve lo que él quiere ver o en el oído que percibe lo que anhela su mala curiosidad. Y esos que tienen el alma turbia son los que achacan al agua clara su propia confusión. La gran meta de los moralistas no consiste en poner trabas al pensamiento, que fué creado por Dios, amasado con pasiones y las pasiones no pueden ser siempre angélicas. La obra de los moralistas consiste en crear en el lector el sereno criterio que le haga inmune a todo lo que no sea justo. Cuando se pueden leer los versos de Ovidio sin sentirse pecador o El Capital de Carlos Marx sin lanzarse a la calle para increpar a los burgueses, es cuando se ha logrado elevar al hombre sobre el nivel del animal, esclavo de sus instintos.
Esto, por lo que toca a los libros malos, si es que los hay, si no son, como yo creo, hasta cuando son peores, males transitorios, bomberos que apagan el fuego aunque estropeen la casa o vacunas que producen fiebre pero evitan la gran enfermedad. Mas, admitamos que hay libros malos. De todos modos, nos quedará el infinito mundo de los buenos.
EL LIBRO BUENO
El libro bueno es el amigo ejemplar que todo lo da y nada pide. El maestro generoso que no regatea su saber ni se cansa de repetir lo que sabe. El fiel transmisor de la prudencia y de la sabiduría antiguas. El consuelo de las horas tristes. El que hace olvidar al preso su cárcel y al desterrado su nostalgia. El sedante de los grandes afanes, que va donde quiera que vayamos, con nuestro dolor. El mentor de las graves decisiones. El que ablanda nuestro corazón en los momentos de dureza, o nos vigoriza cuando empezamos a flaquear. Y después de ser todo esto, tiene la soberana grandeza de no hipotecar nuestra gratiyud. Una vez leído lo volvemos sencillamente al estante, o lo dejamos olvidado en el asiento de un tren. Es igual. Ni nos pedirá cuentas de lo que nos ha dado, ni nos guardará rencor si no se lo hemos agradecido.
Pensemos en lo que es una biblioteca. Cualquiera otra exhibición de la inteligencia humana, por ejemplo, el más extraordinario Museo de Arte, es sólo lo que son los cuadros o los objetos preciosos y lo que sugieren al erudito y al poeta. Pero, en los estantes, donde inmóviles y como momificadoas se aprietan los libros, hay un mundo vivo e infinito, que no se cansa de esperar y que se nos da generosamente, sin más que alargar la mano y abrir sus páginas. El pasado, el presente, el porvenir, todo lo que fué y todo lo que supo su autor; y su vida y la de su tiempo; todo está allí. Y muchas cosas más que el autor va poniendo sin darse cuenta, en el papel, cuando escribe. Porque a través del hilillo de tinta, corre un flujo de humanidad palpitante, cuya fuente está en la misma divinidad. Y así, en los libros revive, lleno de fervor, el ímpetu de los héroes y el ingenio de los descubridores; y la duda y la cautela, la gracia y el amor; y hasta el trémulo e imperceptible vuelo de las almas que ascienden a Dios, ahí está, como si acabara de brotar de un tránsito de Santa Teresa o de un sueño inefable de San Juan de la Cruz.
LA HUMANIDAD SIN LIBROS.
¿Qué habría sido de la Humanidad sin libros? Suprimid todo lo demás con la imaginación; y quedarían los hombres quizá más infelices en lo material, pero en el fondo, con sus almas iguales a las de los hombres ahora, tendiendo siempre, que éste es nuestro insigne destino, hacia la perfección. Pero sin libros el amor y la bondad, el consuelo de las horas lúgubres, la fe en el porvenir y en el más allá, hubieran quedado reducidos a un pqueño número de privilegiados, a los santos y a los héroes.
La palabra es el instrumento celeste. Pero la palabra hablada está encerrada, para siempre, en la cárcel del espacio y del tiempo. El libro la hace universal e inmortal.
PERFECCIÓN INICIAL DEL LIBRO.
Nada da idea de la excelencia de un libro, como, aunque parezca paradójico, su incapacidad para progresar. Reparemos que toda hobra humana está, por el hecho radical de su humana imperfección, sujeta a la aspiración inextinguible de mejorar. Sólo la obra de Dios está por encima del progreso. La Primavera es, cada año, la misma obra maestra y sobrenatural desde la primera vez que surgió en la vida de los mundos hasta ahora, la misma en nuestra vejez que cuando éramos niños. Sólo ha cambiado nuestra capacidad de valorarla. Y si un almendro que florece dejaba indiferente al hombre de las cavernas y nos estremece hoy, es porque hemos añadido a la estupenda realidad de la Naturaleza, la emoción literaria, que es obra del libro, y el libro, artífice del progreso, es, como la Naturaleza, siempre igual.
Cuando salimos, estos días, de visitar la maravillosa exposición del milenio del libro español, junto con el orgullo nacional, nos emociona la consideración de que el mundo que nos aguarda fuera, está lleno de maravillosos adelantos que no pudieron ni siquiera soñar los hombres insignes que escribieron y que pusieron en las prensas aquellos ejemplares de mil años atrás. Y sin embargo, el libro mismo, que ha sido la varita mágica creadora del milagro, es hoy exactamente lo mismo que entonces, quizá, en algunos aspectos, peor. El libro nació perfecto. Casi como nacen las obras directas de la mano de Dios.
GENEROSIDAD DEL LIBRO
Perdonad estos entusiasmos de un hobre que no aprendió, como el Príncipe de la leyenda, todo en los libros, sino que, después de haber aprendido todo lo que pudo en la vida, se ha dado cuenta de que no había en la vida nada que fuera mejor que lo que los libros han dicho ya. Perdonad estos entusiasmos a un creador impenitente de libros. Libros buenos o malos, pero engendrados por el puro afán, afán más que vanidosa intelectualidad de noble y clara artesanía, de verlos surgir de la nada y de verlos correr por el mundo, sin pensar que pudieran devolverme ningún bien; como el avaro que crea su riqueza, no para ser poderoso sino por el gusto de haberla creado.
Solo que para el autor con vocación verdadera, su riqueza, su obra, es indefectiblemente de todos; y, por ello, su creación, el libro viene a ser la forma más pura y patética de la generosidad.
MARAÑON (Gregorio).- EL LIBRO Y EL LIBRERO (En la Fiesta de los Libreos de Madrid, 12 Diciembre 1952).- Espasa-Calpe. S.A., Madrid, 1953. 30 págs. (18 X 13), encuad. rustica, tipogr. port. a dos colores.
A modo de marañoniana bibliografía.
Tres ensayos sobre la vida sexual; Amor, conveniencia y eugenesía; Amiel, un estudio sobre la timidez; Ensayo biológico sobre Enrique IV de Castilla y su época; El conde-duque de Olivares (la pasión de mandar); Ideas biólogicas del Padre Feijoo; Tiberio, historia de un resntimiento; Luis Vives (un español fuera de España); Tiempo viejo y tiempo nuevo; Vida e historia; Elegía y nostalgia de Toledo; Don Juan: Ensayos sobre el origen de su leyenda; Antonio Pérez; Raiz y decoro de España; Ensayos liberales; Españoles fuera de España...
DE EXCESOS Y BIBLIOPATIAS.
Como en todo, entre quienes aman a los libros, también hay mucho enfermizo y exagerado. Cuenta mi extinto amigo D. Inocencio Ruiz Lasala:
El amor al libro ha despertado, en todos los tiempos, pasiones tan fuertes y dramáticas, como las inspiradas por el juego, el vino y las mujeres*. A muchos les ha impedido vivir con holgura, a otros les ha llevado al sepulcro. Antes de dar referencia de unas pocas bajo el signo trágico, daré preferencia a dos de tono algo humorístico:
Guillermo Budé, entregado a la lectura de Virgilio, contestó un día a la sirvienta, que, asustadisima, le anunciaba que la casa ardía: "Te he dicho muchas veces, que las cosas de la casa se las cuentes a la señora".
Teodoro Turnebe, el eminente helenista, el día de sus nupcias, se olvidó de ir a la iglesia, tan embebido estaba en la lectura de los clásicos.
Agobiado por la pena, al ver flotar en el Sena, cuando el saqueo del Arzobispado de París, en 1831, los libros que en otro tiempo había catalogado y ordenado el publicista y librero Colnet du Ravel, falleció a los pocos días.
El naturalista y explorador alemán Emilio Bessels, que perdió en un incendio sus manuscritos y biblioteca, se suicidó por no poder consolarse de golpe tan cruel.
Jules Claretié, que había donado su rica coleción de libros románticos a la Biblioteca del Arsenal, de París, compareció un día pobremente vestido ante el director de la biblioteca, le pidió permiso para hojear sus libros, y dos días después se quitó la vida.
Y, por último, el Marqués de Chalabarre murió de un ataque de desesperación al no poder adquirir un ejemplar de cierta obra, que en un momento de buen humor había inventado Charles Nodier.
En cuanto a las influencias Psíquicas que han suscitado, baste recordar Margarita Gautier, de Dumas (hijo), y el Werther, de Goethe.
*Cosa insólita me pareció, mientras tomaba notas de aquí y allá para ilustrar esta posada, que buen numero de autores, igual clásicos que contemporáneos, recurrieran al genero femenino para hacer más entendible y feliz su idea de lo que un libro es. Así, por ejemplo, dice Malatesta: "Mi familia son los libros, mi hogar, cualquier biblioteca. Quisiera que la Humanidad hubiese hablado un idioma en todos los tiempos, para leer los libros de todos los pueblos. La pasión por el libro me ha proporcionado días de inefables goces y de pesares sin cuento. Porque un libro, como una mujer, ama como aborrece, se entrega o se resiste, es fiel o inconstante, acaricia o maltrata, hace reír o llorar, y, a veces, dormir profundamente".
Se acabó. Venga, a ser felices y leer mucho.
Por los que yacen en la ignorancia
y a la desdicha viven sujetos;
por los que siempre, desde la infancia,
son infelices analfabetos;
por los que cruzan por esta vida
sin un buen libro que les consuele;
por los que llevan el alma herida
de la injusticia que tanto duele,
y nunca hubieron en la lectura
blando refugio, noble maestro...
No saben nada, lo ignoran todo;
van como ciegos, y, en su jornada,
hollan lo mismo, flores que lodo.
Nada aprendieron, no saben nada,
ni la grandeza del firmamento,
ni lo infinito del mar gigante,
ni las conquistas del pensamiento
dan a sus almas ritmo pujante.
Son más que ciegos; su desventura
tiene amargores de pesadumbre.
Dales la Biblia que es lo divino
y al padre Homero, que es sobrehumano;
y a Tomás Kempis, que es el camino
del que, doliente, quiere ser sano.
Dales la gloria, panal de ciencia
de las Moradas, rosas fragantes;
dales la risa, luz y experiencia,
que en el Quijote puso Cervantes.
Marcos Rafael Blanco-Belmonte.
Cirdanesco homenaje al libro en donde se habla de grandes y no secretos amores por los libros y se demuestra que estos no son solo letra.
A veces, cuando el trabajo me da un respiro, sufro un puntazo esquizoide, entro en tromba en el trastero y me pongo a escrutar libros. No es el mío un escrutinio rastacueril de literarios prejuicios como aquel que, cura y barbero, efectuaron en la onerosa - para él y su peculio, claro - biblioteca de N.S. Alonso Quijano. Aunque como se deja ver, pájaros de manga ancha a la hora de coger este o aquel volumen, encastrárselo bajo el brazo y salir zumbando cada uno para su casa a fin de disfrutarlo después de una jarra de vino y un lebrato, los estudiados examinadores manchegos, al fin y al cabo, conspicuos cofrades de "N.ª S.ª de los Libros son un Vicio", difícilmente hubieran tenido una opción más sensata. Ignoraban, claro esta, que todas aquellas fantasías caballeriles puestas en letra impresa y que su amigo, el hidalgo, devoraba como en trance religioso, no eran sino que, la chispa de una Epifanía feliz y numinosa. Y esto porque Quijano, a costa del terruño heredado y de un centón de velas acabadas, estaba reinventandose a si mismo para asumir la categoría de paladín de la raza. Pues, Don Quijote, hijo y nieto de dislates ajenos, no salió a campo abierto para alancear molinos ni probar las engañosas hechuras de hechiceras y magos. Don Quijote, salió a inventar al español moderno, que aun no existía. Nada menos.
Viven mis libros del trastero en un desorden libre y tranquilo, y es mi ocasional escrutinio acritico, más benevolente que razonable. Si el polvo es la barba de los libros, los míos la lucen sinaítica y fiera. Entonces, amoroso les afeito y reordeno. No son libros peores o mejores que los que con aparente preeminencia se amontonan en las estanterías de mi cuarto; son libros, digámoslo así, sometidos a una cura de reposo. Según pinten mis intereses del momento, algunos pueden pasar de la oscuridad a la luz, del zaquizami al palacio. Otros ocuparán su lugar ignoto pero confortable. Supongo que todos los que tengáis la suerte o la desgracia de atesorar libros, entenderéis este continuo rotar que, en cierto modo, delata nuestro camino existencial.
Lo cual que pasaba la navaja sobre el rugoso rostro de un volumen de la "BIBLIOGRAFÍA HISPANO-LATINA CLÁSICA" de Menéndez Pelayo, cuando entre unas páginas dedicadas a Marcial, topé con un opúsculo con el discurso sobre EL LIBRO Y EL LIBRERO que el Dr. Marañón pronunciara, en homenaje que le rindieran los libreros madrileños, allá por 1952. Estamos en vísperas del Día del Libro, así que, pareciéndome el hallazgo providencial, me he permitido poneroslo más abajo. Por si algo en él os chirría inconvenientemente, haceos cuenta del año en que publicamente fue pronunciado, que el autor, al final de la dictadura de Primo de Rivera fue fundador, junto con Ortega y Gasset y Pérez de Ayala de la Agrupación al Servicio de la República, a más que, durante la guerra civil, estuvo en Francia y América expatriado.
Desconozco si a Marañón se le lee hoy poco, mucho o nada. En realidad, de su pluma solo he leído, al completo, el absolutorio "Ensayo biológico sobre Enrique IV de Castilla y su tiempo", sesudo y pormenorizado tratado clínico de este monarca, en el que sostiene la tesis de que Enrique era un esquizoide y un tímido sexual, pero, pese a quién pese, capacitado para la procreación, y que doña Juana, la reina, fue menos mala de lo que los cronistas contemporáneos apuntan. Para Marañón, la infanta Juana tuvo muchas probabilidades de ser hija legítima de Enrique IV, aunque ella y los monarcas fueran víctimas de una de las primeras campañas de mala imagen de la historia. Dicho de otro modo: Enrique era marica pero no impotente.
Con todo, en bastantes de las obras foráneas multidisciplinarias que yo he leído, Ortega, Unamuno y Marañón son los españoles más citados. Algo tendrán, se me ocurre a mi.
Venga, a lo prometido. Marañón al aparato:
HOMENAJE AL LIBRO.
Esta fiesta que periodicamente organizan nuestros amigos los libreros y que dedican, de tiempo en tiempo, a un escritor, no es homenaje al escritor elegido, entiéndase bien, sino homenaje al libro.
El escritor que se sienta en la presidencia, es sólo un ponente del homenaje al libro; o si queréis, en pequeño, el mantenedor de unos Juegos Florales dedicados al libro; Juegos Florales no pomposos, sin Corte de Amor y, además, breves: porque donde el libro esté, nos sobra lo superfluo y la retórica se tiñe de inevitable discreción.
Así, pues, voy a dedicar un sucinto elogio al libro, que como invisible reina de la fiesta nos preside. pero también, y antes, al librero.
ELOGIO DE LA GENTE DEL LIBRO.
Es cierto que este último, el elogio del autor al librero, no es cosa frecuente. Todos sabéis que hay una gran antología de invectivas a los libreros, entre las que figuran las que por boca del Licenciado Vidriera les dedicó Cervantes. Se me dirá que entonces se llamaba librero al editor y hoy no son la misma cosa. Pero yo también extiendo mi amor y mi elogio, al editor. Todo lo que rodea al libro está impregnado, aun cuando no sea perfecto, de un aliento de distinción y de superioridad. Hay en el mundo de la creación del libro, claro es, gentes mejores y gentes no tan buenas. Gentes protervas, nunca. Todas ellas respiran un aire de comprensiva fraternidad, desde el cajista hasta el corrector, hasta cuando en éste se adivina la alegría al poder marcar con su lápiz una falta nuestra, alegría especial si el autor pertenece a la Real Academia de la Lengua. Desde el editor hasta el librero, reina también el mismo espíritu tradicional de amable artesanía. Y, con ellos, el autor. Todos, buenos o medianos, estamos empeñados en esa labor de crear el libro, al cual debe la Humanidad el noventa por cierto -no rebajo nada- el noventa por ciento de su progreso material y moral. Todos tenemos satisfacciones y amigos en sectores diversos de la vida, en nuestra profesión, en el mundo de nuestras diversiones y devaneos. Pero las gentes del arte gráfica son aparte; casi siempre mejores y más cordiales que los demás.
ENVIDIA Y ALABANZA DEL LIBRERO.
Y, particularmente, el librero. ¿Quién no ha sentido alguna vez la más noble y profunda envidia, en la tienda de un librero? Hablo sobre todo del librero por vocación, el que ha hecho de su tienda una biblioteca, o la tienda de su biblioteca y vive entre los estantes, valorando amorosamente cada volumen y cuidándolo como a los hijos de sus entrañas. ¿Cómo, queriéndolos así, no va a pedir por sus libros todo el dinero que pueda? Aquí hay muchos libreros que han tenido trato conmigo, que conocen mis aficiones y las excitan con sus capciosas ofertas; y me han visto entrar en su tienda y serenar mis afanes con sólo acariciar los libros codiciados. Estoy seguro de que ni uno solo podrá decir que he discutido jamás el precio del volumen que deseaba, porque siempre, ese precio, me parecía poco, pensando en la tristeza que tendría su dueño al desprenderse del ejemplar y en la alegría con que yo lo yomaba entre mis manos trémulas.
El librero, piensa uno, es el prototipo de la felicidad. Pertenece a una de las raras categorías de mortales en los que la divina maldición de ganar el pan con esfuerzo y sudor, se ha convertido en fruición. Hasta la emigración de sus amados libros está compensada con el consuelo de saber que su futuro destino será, probablemente, egregio, instruyendo o deleitando a gentes desconocidas y reposando, acaso, en los Palacios más insignes. Escrito está en un periódico de los Estados Unidos, en un interviú que tuvieron la ocurrencia de hacerme, que, al preguntarme el periodista lo que yo hubiera querido ser, de no haber sido médico, contesté sin vacilar: librero, librero de libros raros. Oficio que tiene todas las delicadezas de una elevada artesanía y todas las complicaciones de una finísima ciencia. Sin contar con otras ventajas de orden material, como el pasaporte para entrar donde los demás no entran, pues el librero es recibido en los palacios con dignidad de excepción; sin contar con la ausencia de afanes angustiosos del librero, porque el ímpetu de la vida pasa ante su tienda y la respeta; sin contar, en fin, con el disfrute permanente de ese misterioso influjo que emana de los libros y constituye una de las más eficaces salvaguardias para la salud. Las estadísticas de las grandes Compañías de Seguros, en América, colocan al gremio de los libreros a la cabeza de las listas de longevidad. Eso del polvo de los siglos no es una figura retórica; existe y se sospecha hoy que ese polvo sagrado que el tiempo deposita sobre los volúmenes, al contacto de otros efluvios que emanan de sus hojas, da lugar, por reacciones ignoradas, a una como penicilina, de sutilísima acción, que defiende al organismo del librero de los peligros, de la vida sedentaria, de la falta de luz, del humo del tabaco; y le permite una milagrosa pervivencia.
Pero aunque el librero no fuera tan excelente como es, aunque, en verdad, algunas veces no sea como yo le he pintado, todo se le perdonaría por el hecho de poner su ingenio y su esfuerzo, y si es preciso sus mañas, en la difusión de la obra maestra del genio humano, es decir, del libro.
NO HAY LIBRO MALO.
Del libro se han dicho ya todos los elogios y a mi corta inventiva no le queda nada que añadir; pero, a trueque de repetir lo que, mejor que yo, han dicho los demás, reflexionemos unos minutos sobre lo que es y sobre lo que representa el libro.
Yo suscribo, ante todo, la sentencia de Plinio, popularizada entre nosotros por Cervantes, de que no hay libro malo que no tenga algo bueno. Pero voy más allá: yo diría que enteramente malo no hay libro ninguno. Por lo menos yo no les he encontrado, a pesar de mi voracidad de lector. Cierto que los gobiernos y los moralistas tienen que hacer uso, a veces, del índice prohibitivo y de la censura; pero se trata siempre de medidas transitorias, encaminadas a devover la salud de la agitada Humanidad. El que el médico prohiba a un paciente los dulces o el roast-beef, no quiere decir que estos alimentos sean malos sino que hay personas a quienes les hacen mal. Pero muchas veces cuando los médicos obramos así, cuando imitamos a Tirteafuera nos equivocamos; y la censura que imita a los médicos gangosos, se equivoca también. Porque los libros no se escriben para los enfermos sino para los sanos, para la ancha y eficaz Humanidad creadora de la civilización que todo lo digiere y lo aprovecha. El libro vence siempre al recelo de los puritanos. Y así, cuando, por ejemplo, releemos hoy los indices inquisitoriales de hace tres siglos, nos llena de ternura el pensar que aquellos libros que se creyeron malignos no lo eran casi nunca, y que hoy podemos leerlos, y hasta en los conventos se leen con la conciencia en paz; y los leemos con un amor redoblado, en el que hay mucho de desagravio y de contrición.
EL TIEMPO SUBVERSIVO CREA EL LIBRO SUBVERSIVO.
El libro verdaderamente disolvente e inmoral, el libro fundamentalmente impío, no ha sido nunca invención creada para perturbar a la sociedad en que brotó. Han sido siempre, por el contrario, producto de los males de esa sociedad, expresión de un estado anormal o subversivo, que cuanda alcanza una determinada densidad, cristaliza en muchas cosas y, entre ellas, en el libro. El libro malo es siempre un epílogo de la maldad colectiva y nunca su creador. Es muy cómodo, al crítico o al moralista, decir que la culpa de lo que pasa es de los libros. Éste es el consabido criterio de tomar el rábano por las hojas, que en el fondo significa un modo de eludir la propia responsabilidad. Sería muy fácil, si no estuviéramos celebrando, de sobremesa, unos breves Juegos Florales, demostrar a los que encuentren atrevida o inexacta esta opinión mía, que cada libro que ha podido ser tachado de malo, se limitaba a recoger un estado de opinión cuya responsabilidad databa de mucho antes de que el autor naciera. Hay libros que parece que han hecho una revolución, una revolución mala -yo no admito que ninguna sea buena-; pero, aun en estos casos, se trata de un simple espejismo, comparable al de creer que las batallas las gana el que agita en el aire la bandera. Podrá el abanderado encender el fervor del combatiente; pero no es él, el que ha creado el fervor. Y cuando el fervor pasa, la bandera ya no es capaz de ganar batallas. Lo mismo les pasa a los libros reputados de perturbadores.
Es más, el libro es, en las horas de calentura pública, lo que los médicos llamamos un absceso de fijación, es decir, una enfermedad localizada que atenúa la general. El libro sistematiza y da estructura doctrinal a las pasiones, incluso a la mala pasión. Y la naturaliza y aniquila; porque la pasión muere siempre por el pensamiento.
LA MALICIA DEL QUE ESCUCHA.
Dice un proverbio chino que la malicia no está en lo que se dice, sino en lo que se escucha. La malicia está en el ojo que ve lo que él quiere ver o en el oído que percibe lo que anhela su mala curiosidad. Y esos que tienen el alma turbia son los que achacan al agua clara su propia confusión. La gran meta de los moralistas no consiste en poner trabas al pensamiento, que fué creado por Dios, amasado con pasiones y las pasiones no pueden ser siempre angélicas. La obra de los moralistas consiste en crear en el lector el sereno criterio que le haga inmune a todo lo que no sea justo. Cuando se pueden leer los versos de Ovidio sin sentirse pecador o El Capital de Carlos Marx sin lanzarse a la calle para increpar a los burgueses, es cuando se ha logrado elevar al hombre sobre el nivel del animal, esclavo de sus instintos.
Esto, por lo que toca a los libros malos, si es que los hay, si no son, como yo creo, hasta cuando son peores, males transitorios, bomberos que apagan el fuego aunque estropeen la casa o vacunas que producen fiebre pero evitan la gran enfermedad. Mas, admitamos que hay libros malos. De todos modos, nos quedará el infinito mundo de los buenos.
EL LIBRO BUENO
El libro bueno es el amigo ejemplar que todo lo da y nada pide. El maestro generoso que no regatea su saber ni se cansa de repetir lo que sabe. El fiel transmisor de la prudencia y de la sabiduría antiguas. El consuelo de las horas tristes. El que hace olvidar al preso su cárcel y al desterrado su nostalgia. El sedante de los grandes afanes, que va donde quiera que vayamos, con nuestro dolor. El mentor de las graves decisiones. El que ablanda nuestro corazón en los momentos de dureza, o nos vigoriza cuando empezamos a flaquear. Y después de ser todo esto, tiene la soberana grandeza de no hipotecar nuestra gratiyud. Una vez leído lo volvemos sencillamente al estante, o lo dejamos olvidado en el asiento de un tren. Es igual. Ni nos pedirá cuentas de lo que nos ha dado, ni nos guardará rencor si no se lo hemos agradecido.
Pensemos en lo que es una biblioteca. Cualquiera otra exhibición de la inteligencia humana, por ejemplo, el más extraordinario Museo de Arte, es sólo lo que son los cuadros o los objetos preciosos y lo que sugieren al erudito y al poeta. Pero, en los estantes, donde inmóviles y como momificadoas se aprietan los libros, hay un mundo vivo e infinito, que no se cansa de esperar y que se nos da generosamente, sin más que alargar la mano y abrir sus páginas. El pasado, el presente, el porvenir, todo lo que fué y todo lo que supo su autor; y su vida y la de su tiempo; todo está allí. Y muchas cosas más que el autor va poniendo sin darse cuenta, en el papel, cuando escribe. Porque a través del hilillo de tinta, corre un flujo de humanidad palpitante, cuya fuente está en la misma divinidad. Y así, en los libros revive, lleno de fervor, el ímpetu de los héroes y el ingenio de los descubridores; y la duda y la cautela, la gracia y el amor; y hasta el trémulo e imperceptible vuelo de las almas que ascienden a Dios, ahí está, como si acabara de brotar de un tránsito de Santa Teresa o de un sueño inefable de San Juan de la Cruz.
LA HUMANIDAD SIN LIBROS.
¿Qué habría sido de la Humanidad sin libros? Suprimid todo lo demás con la imaginación; y quedarían los hombres quizá más infelices en lo material, pero en el fondo, con sus almas iguales a las de los hombres ahora, tendiendo siempre, que éste es nuestro insigne destino, hacia la perfección. Pero sin libros el amor y la bondad, el consuelo de las horas lúgubres, la fe en el porvenir y en el más allá, hubieran quedado reducidos a un pqueño número de privilegiados, a los santos y a los héroes.
La palabra es el instrumento celeste. Pero la palabra hablada está encerrada, para siempre, en la cárcel del espacio y del tiempo. El libro la hace universal e inmortal.
PERFECCIÓN INICIAL DEL LIBRO.
Nada da idea de la excelencia de un libro, como, aunque parezca paradójico, su incapacidad para progresar. Reparemos que toda hobra humana está, por el hecho radical de su humana imperfección, sujeta a la aspiración inextinguible de mejorar. Sólo la obra de Dios está por encima del progreso. La Primavera es, cada año, la misma obra maestra y sobrenatural desde la primera vez que surgió en la vida de los mundos hasta ahora, la misma en nuestra vejez que cuando éramos niños. Sólo ha cambiado nuestra capacidad de valorarla. Y si un almendro que florece dejaba indiferente al hombre de las cavernas y nos estremece hoy, es porque hemos añadido a la estupenda realidad de la Naturaleza, la emoción literaria, que es obra del libro, y el libro, artífice del progreso, es, como la Naturaleza, siempre igual.
Cuando salimos, estos días, de visitar la maravillosa exposición del milenio del libro español, junto con el orgullo nacional, nos emociona la consideración de que el mundo que nos aguarda fuera, está lleno de maravillosos adelantos que no pudieron ni siquiera soñar los hombres insignes que escribieron y que pusieron en las prensas aquellos ejemplares de mil años atrás. Y sin embargo, el libro mismo, que ha sido la varita mágica creadora del milagro, es hoy exactamente lo mismo que entonces, quizá, en algunos aspectos, peor. El libro nació perfecto. Casi como nacen las obras directas de la mano de Dios.
GENEROSIDAD DEL LIBRO
Perdonad estos entusiasmos de un hobre que no aprendió, como el Príncipe de la leyenda, todo en los libros, sino que, después de haber aprendido todo lo que pudo en la vida, se ha dado cuenta de que no había en la vida nada que fuera mejor que lo que los libros han dicho ya. Perdonad estos entusiasmos a un creador impenitente de libros. Libros buenos o malos, pero engendrados por el puro afán, afán más que vanidosa intelectualidad de noble y clara artesanía, de verlos surgir de la nada y de verlos correr por el mundo, sin pensar que pudieran devolverme ningún bien; como el avaro que crea su riqueza, no para ser poderoso sino por el gusto de haberla creado.
Solo que para el autor con vocación verdadera, su riqueza, su obra, es indefectiblemente de todos; y, por ello, su creación, el libro viene a ser la forma más pura y patética de la generosidad.
MARAÑON (Gregorio).- EL LIBRO Y EL LIBRERO (En la Fiesta de los Libreos de Madrid, 12 Diciembre 1952).- Espasa-Calpe. S.A., Madrid, 1953. 30 págs. (18 X 13), encuad. rustica, tipogr. port. a dos colores.
A modo de marañoniana bibliografía.
Tres ensayos sobre la vida sexual; Amor, conveniencia y eugenesía; Amiel, un estudio sobre la timidez; Ensayo biológico sobre Enrique IV de Castilla y su época; El conde-duque de Olivares (la pasión de mandar); Ideas biólogicas del Padre Feijoo; Tiberio, historia de un resntimiento; Luis Vives (un español fuera de España); Tiempo viejo y tiempo nuevo; Vida e historia; Elegía y nostalgia de Toledo; Don Juan: Ensayos sobre el origen de su leyenda; Antonio Pérez; Raiz y decoro de España; Ensayos liberales; Españoles fuera de España...
DE EXCESOS Y BIBLIOPATIAS.
Como en todo, entre quienes aman a los libros, también hay mucho enfermizo y exagerado. Cuenta mi extinto amigo D. Inocencio Ruiz Lasala:
El amor al libro ha despertado, en todos los tiempos, pasiones tan fuertes y dramáticas, como las inspiradas por el juego, el vino y las mujeres*. A muchos les ha impedido vivir con holgura, a otros les ha llevado al sepulcro. Antes de dar referencia de unas pocas bajo el signo trágico, daré preferencia a dos de tono algo humorístico:
Guillermo Budé, entregado a la lectura de Virgilio, contestó un día a la sirvienta, que, asustadisima, le anunciaba que la casa ardía: "Te he dicho muchas veces, que las cosas de la casa se las cuentes a la señora".
Teodoro Turnebe, el eminente helenista, el día de sus nupcias, se olvidó de ir a la iglesia, tan embebido estaba en la lectura de los clásicos.
Agobiado por la pena, al ver flotar en el Sena, cuando el saqueo del Arzobispado de París, en 1831, los libros que en otro tiempo había catalogado y ordenado el publicista y librero Colnet du Ravel, falleció a los pocos días.
El naturalista y explorador alemán Emilio Bessels, que perdió en un incendio sus manuscritos y biblioteca, se suicidó por no poder consolarse de golpe tan cruel.
Jules Claretié, que había donado su rica coleción de libros románticos a la Biblioteca del Arsenal, de París, compareció un día pobremente vestido ante el director de la biblioteca, le pidió permiso para hojear sus libros, y dos días después se quitó la vida.
Y, por último, el Marqués de Chalabarre murió de un ataque de desesperación al no poder adquirir un ejemplar de cierta obra, que en un momento de buen humor había inventado Charles Nodier.
En cuanto a las influencias Psíquicas que han suscitado, baste recordar Margarita Gautier, de Dumas (hijo), y el Werther, de Goethe.
*Cosa insólita me pareció, mientras tomaba notas de aquí y allá para ilustrar esta posada, que buen numero de autores, igual clásicos que contemporáneos, recurrieran al genero femenino para hacer más entendible y feliz su idea de lo que un libro es. Así, por ejemplo, dice Malatesta: "Mi familia son los libros, mi hogar, cualquier biblioteca. Quisiera que la Humanidad hubiese hablado un idioma en todos los tiempos, para leer los libros de todos los pueblos. La pasión por el libro me ha proporcionado días de inefables goces y de pesares sin cuento. Porque un libro, como una mujer, ama como aborrece, se entrega o se resiste, es fiel o inconstante, acaricia o maltrata, hace reír o llorar, y, a veces, dormir profundamente".
Se acabó. Venga, a ser felices y leer mucho.