miércoles, enero 24, 2007

Carta de James Smithson a un amigo.


Lo que sigue es parte de un "corpus" mucho más amplio que en su día escribí con Washington D.C*. como motivo. Aunque “ficción”, la parte a mi juicio más interesante, aquella en la que se describe la supuesta carta de J. S. a un amigo, mantiene una incuestionable fidelidad con la realidad histórica que refiere. Es decir, que al margen de las naturales licencias que me he tomado, la narración muestra a personajes que fueron de carne y hueso y pone, no poco empeño, en colocarles en entornos reales.


RECUERDOS SAXIFRAGACEOS. (I de II)

-- Si lo se, no enciendo los habanos.

-- Entra y calla, coño.

Un uniformado delgado como una cuija nos llevó hasta un despacho cubeideo, selvático, arborescente, opresivo con tanta planta excesiva. Una mujer con traje sastre color corinto nos ofreció asiento. Nos sentamos; yo, junto a la puerta; Monte, en el lindero del bosque.

-- No se lo tome usted a mal -- empecé diciendo --, pero tenía entendido que con quien debía de entrevistarme era..., era un hombre.

La mujer, que andaría por los cincuenta, me observó con ojos que podían mirar con indiferencia absoluta.

-- En efecto, con mister Filchner -- dijo con voz agradable -- Pero por asuntos personales, mister Filchner ha tenido que desplazarse a Baltimore, al "Loyola College"*, concretamente -- Se giró un poco y apagó la pantalla del ordenador, verde también. Verde sobre verde. Tenía la pierna larga y fina -- Yo soy, Eva Metz, su ayudante. Tengo autorización para ocuparme sin reservas de todos los asuntos de esta oficina -- concluyo. Y su melena brava como rama alta, fue como un relámpago oscuro, carbonífero.

-- No me quejo, señorita Metz, ocurre que...

-- Señora -- advirtió --, y puede llamarme Eva. Eso facilitara las cosas, dará más fluidez a la conversación. Usted es Enrico Guerrero, ¿no es así?

-- Sí, y él -- señalé a Monte con un gesto de la mano -- , Bruneto Montefiascono.

Monte se mediolevantó de la silla e inclinó la cabeza. Al sentarse arrimó su silla a la mía y miró con aprensión a las plantas, como si temiese ver surgir de entre ellas a un tigre malayo.

-- Decía, Eva, que pensaba en el señor Flichner porque traigo una carta de presentación para él. La remite un común amigo de Madrid, un antropólogo forense que se formó aquí, en esta casa*.

Le tendí la carta. Encendió una luz supletoria y cruzó las piernas. Mientras leía, la contemplé a placer. "Caray, que medio siglo tan bien llevado", pense. Eva Metz era una adorable mujer que, ya digo, rondaría los cincuenta, de ojos bellísimos y ojeras cómplices; arrugitas diáfanas, nobles, expresivas, emanadas del gesto amoroso o de la risa cordial y tranquila. Eva Metz, pese a la edad, era capaz de producir la misma lujuria pagana, filistea, que aquella inolvidable Hedy Lamarr* de "Sansón y Dalila"*. Eva Metz, dejó la carta sobre la mesa y me miró con ojos brillantes, ambiguos, portentosos. Luego se giró, encendió el ordenador, comprobó algo y asintió silenciosa. Me miró de nuevo y dijo:

-- ¿Le importaría adelantarme algo?

-- Con mucho gusto -- dije, e hice una seña a Monte para que me pasase la carpeta que sujetaba sobre el regazo. Saqué un sobre entregrueso y lo dejé sobre la mesa.

-- ¿Y esto? -- dijo ella.

-- Material para que examinen. Fotocopias y fotografías... tomadas aleatoriamente. Proceden de una especie de diario que llevaba James Smithson*; ya sabe, el inglés con cuya herencia se financió la construcción de esta institución.

Monte se levantó, cogió un vaso de plástico y se sirvió agua de una ventruda bombona con dosificador automático. Todos los verdes que se sobreponían en el vaso serpearon por su mano como una hidra liquida.

-- ¿Un diario intimo? -- inquirió Eva, después de un silencio de matices silvestres.

-- No, no exactamente un "diario" intimo. No, eso no. Más bien, una especie de dietario en el que anotaba sucesos cotidianos: El trabajo que hacia, las visitas que recibía, pagos, sucesos que acaecían a sus conocidos, compras..., cosas de esas. A veces copiaba extractos de cartas que recibía y, más adelante, días, incluso semanas, escribía la respuesta. Digo yo que en el ínterin la meditaría.

Eva puso una cara de curiosidad como la de esos bichos parlantes que salen en las fábulas de La Fontaine*.

Abrí el sobre y la ilustre sobre lo dicho.
Continuará


CORRESPONDENCIAS (*):

Washington (Distrito Columbia).
Loyola College.
Hedy Lamarr.
Sansón y Dalila.
James Smithson.
La Fontaine.

Don Gaiferos (El "don" es imprescindible)