domingo, junio 15, 2003

Disquisiciones de un paseante extraviado.



Esta muy bien eso de celebrar los centenarios de los acontecimientos destacados. Es como encender unas velas en la tarta del tiempo y tirar de las orejas a la historia. Este año, allá para diciembre, hará un siglo que los hermanos Wright, Orville & Wilbur, vecinos de Dayton, Ohio, encendieron la chispa de la aeronáutica. Ex impresores y editores del West Side News, los Wright, unos tipos raros chiflados por la mecánica, se entusiasmaron tanto con la aparición de la modesta bicicleta que dejaron su pequeña editorial para dedicarse al pedal y a las dos ruedas. Un tanto en las nubes debían de estar permanentemente los pollos, pues se sabe que desde niños estuvieron obsesionados por hacer volar aparatos más pesados que el aire; lo cual lograron tras muchas costaladas y coscorrones un 17 de diciembre de 1903... sobre las dunas de una playa de Carolina del Norte. Pero esto no es lo que yo vengo aquí a contar, aunque tenga su mérito; porque mérito es levantarse del suelo con cuatro tablas y unos metros de muselina. Es más: cada vez que pienso en estos tíos tendidos boca abajo en tal saco de astillas - y con 110 Kg. de petardeante mecánica como sobrepeso - me tiemblan las piernas de miedo.

Y hablo con conocimiento de causa, puesto que he visto la frágil mariposa en la que volaron. Llamemos al entelado cajón de marras Flyer III y digamos que se expone en un museo de Washington.

¿De Washington?

Si señora, de Washington, que es como Monzón: tiene obispo, casaputas y frontón.

Washington es una ciudad mayormente cuadriculada, cartesiana, como un gigantesco parchís tajado por avenidas que discurren en diagonal. En Washington uno se orienta por ciencia balística o, extremando el caso, con el lenguaje escolar de los jugadores de barcos. El compás de la ciudad, pese a las apariencias, es lento y bastante mesurado. Washington es paseable y verde y no se hace aburrida. Una suerte para la ciudad, porque lo excesivo suele volverse amorfo. Washington, ya digo, no es excesivo. A Washington le peinan sus hebras verdes todos los días. Cuando nieva, Washington se vuelve boreal y más amiga. Yo no he visto a Washington nevado, ni florido, pero me la imagino. Hay hombres en Washington que de los "judas" hacen "cristos"; claro, la industria de Washington es gobernar el "mundo". En Washington están a la piedra las putas más bellas y discretas de América, las más caras. También las hay gratuitas y cultivadas, de andares lánguidos y portafolios bajo el brazo; clase esta que solo presta su bien cuidada boca lactofaga a gente importante. A estas pasilleras tituladas el vulgo les llama becarias.

Washington es una ciudad de mujeres aseadas, hoteles de pelaje diverso y policías gordos. De negros (afroamericanos para los que allí se la cogen con papel de fumar).

En Washington se encuentra la Casa Blanca. En la Casa Blanca habita la portera de este patio de vecindongas que es el mundo. La Casa Blanca es un decorado con tramoya, una mona de pascua enjalbegada. La Casa Blanca es como el castillo de Frankenstein pero en finolis. Por sus pasillos discurren, intemporales, verdosos ectoplasmas que pierden jirones de si mismos en cada esquina. A veces, por debajo de alguna puerta se filtra el aire de un crimen. En su día corrieron por sus estancias drogas de diseño, y una echadora de cartas, con el infame estigma de la mentira en la frente gobernaba el mundo.

Sobre la Casa Blanca ondea esa bandera que tanto sale entre resentimiento y cenizas allá donde reine la miseria, en los circos, desfiles conmemorativos, tómbolas benéficas y saraos horteras. Norteamérica es una pura paradoja topológica. Norteamérica es bandera de si misma... Una inmensa bandera que va desde el Atlántico al Pacífico:rutilantes estrellas y barras de sangre consumada.

Llegué a Washington por Dulles y atravesé el Potomac por el Theo Rooselvet Bridge, a considerable altura sobre la punta Sur de la isla que albergando el Theodore Rooselvet Memorial, divide al río en dos brazos con nombre propio: el Little River, a la derecha, y el Canal de Georgetown a la izquierda. El río bajaba turbio y acelerado, rompiendo con fuerza explosiva contra la orilla de otra isleta situada poco más al Sur, justo a la otra banda del puente que atravesaba. “Ayer, por Tuscarora, bajaba el río como la misma mierda. Eso es que ha llovido a gusto en los Blue Ridge", me dijo mi amigo E. Callé porque entonces nada sabia de tales geografias.

Mi amigo, su mujer Barbara y un caniche demente de nombre Slipper (algo así como chinela) viven en el barrio más famoso de Washington. Georgetown se llama, y es el espacio humano más europeo de Washington, el más cinematográfico y de mi agrado. La casa de E. se encuentra en una calle estrecha y empedrada, en cuesta; de cierto aire británico, tiene tres pisos y esta pintada del mismo color rojo que las cajas de condones "Trojan". Cuando el viento sube encañonado desde el río los toldos de las ventanas restallan como látigos. A poco de allí, en la confluencia de la 37 th. y O St., sobre una hermosa colina sita entre el parque Archbold y el Potomac, se encuentra el campus de la Universidad que lleva el mismo nombre que el barrio. Es universidad católica, jesuita. Creo recordar su edificio principal: altivo y tirando a gótico tardío, entre gris y amarronado, de torres vidriadas, prolijo en ventanas y abuhardillado. Frente a la entrada principal, abierta en una torre con tres pinaculos rematados con cruces, se alza una rotonda ajardinada presidida por la hierática figura del obispo fundador.

El Mall es la calle mayor de Washington. He dicho calle mayor y no arteria más importante, pues al ser Washington un distrito con estatus propio, cuenta con avenidas que, no siendo ni más ni menos que las de nuestras capitales, llevan de un estado de la Unión a otro. El Mall es el espejo del imperio; una avenida imperial que en arquitectura imita mucho. Una avenida de renacimientos: los "Renacimientos" -si son tardíos al estilo quiero y no puedo- son engañosos. A Washington siempre le enseñan sacando pecho; el Mall es el pecho de Washington. Pero Washington también tiene hígado, un hígado cirrotico y negro que huele a licor barato, río y prole.

Cogollo cultural, el Mall concentra en sus inmediaciones a los más importantes edificios públicos de la ciudad. Y, a poco que uno se detenga junto a cualquiera de ellos, le será dado contemplar, pululando algo erraticos, a escolares de excursión, jubilados en apretado rebaño, cadetes de la marina, muñidores de votos, polis a caballo, putas con la palabra "libre" en el escote, bandas de música, agrupaciones artísticas llegadas del culo del Imperio, japoneses a la captura de un "momento KodaK" y algún que otro desfile de los viejos meones de la Legión Americana.

Ocupando un luminoso edificio diseñado por Gyo Obata, en Independence Ave., entre las calles 4 y 7 se encuentra el Museo del Aire y del Espacio, que muestra en su interior material sobre los grandes jalones de la navegación aeronáutica y espacial. Allí están (o estaban), en la entrada principal y cual pájaros en jaula de cristal, el "Spirit of St. Louis" de Lindbergh, el "Flyer" de los hermanos Wright, esa punta de lápiz que es el "Apollo XI"...;estaban también, aunque un poco más retirados, el "Bell X-1", el primer avión supersónico (1947), el "X-15", el avión más rápido del mundo (mach 6: 7297 Km/h) que ostenta el récord de...

Ni una palabra más. Aquí me quedo. Ahora este viaje deberéis de continuarlo sol@s.

Salud y hasta otro día.
Publicado por Don Gaiferos en 12:25 p. m. |  
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